 Un interesantísimo post enviado por nuestro colaborador Rafael Carlos Padilla, sobre un escrito de Santiago Auserón.  No tiene desperdicio. Gracias Rafael
Un interesantísimo post enviado por nuestro colaborador Rafael Carlos Padilla, sobre un escrito de Santiago Auserón.  No tiene desperdicio. Gracias RafaelCon la última década del pasado siglo, la sociedad española  iniciaba un giro de signo muy distinto a los cambios que durante la transición  permitieron llenar el aire de nuevas canciones. Las marcas comerciales se  adueñaban del deseo de ser o parecer rockero, mientras el poder orientaba con  deliberación sus consignas hacia la pasión por el deporte. Toda una generación  de deportistas españoles sube hoy a lo más alto del podio, el deporte se ha  convertido en gran empresa pública. Las canciones entretanto han perdido todo  afán de originalidad, forzadas por el cálculo de audiencia en los medios. Los  jóvenes hacen cola para probar el estrellato, listos para soportar cualquier  humillación, siempre y cuando sea ante las cámaras, con la bendición de sus  padres. Los concursos televisivos de canto proliferan, mientras el repertorio se  limita a la repetición estéril. La pasión por el deporte -el amor popular a sus  ídolos quemados en pocos años- y la banalización comercial de las canciones  parecen responder a un mismo patrón ético que no resulta ser ni musical ni  deportivo. En la Grecia antigua la música compartía con la educación física la  responsabilidad de formar buenos ciudadanos. ¿En manos de qué oscuro sentido del  bien común han cedido una y otra sus valores?
Los adolescentes intentan escribir nuevas canciones, pero la  sociedad mediática les da la espalda, atenta sólo al estribillo conocido. El  público educado por el rock envejece llenando festivales de jazz. La música de  improvisación se ha hecho merecedora de reconocimiento por aunar la tradición  afroamericana con el flamenco, pero necesita nuevas canciones para no repetir  siempre la misma copla. Una buena canción no nace del talento solitario, sino de  una trama de implícitos renovados por el ingenio popular, cuando se opone al  chiste recurrente. La canción pone en juego una modalidad de inteligencia que  pocas veces se desarrolla en las aulas, nunca entre los que especulan con el  suelo o la audiencia pública. Estamos ante un serio problema educativo. La  excusa para frenar la cultura heredada de los sesenta es la supuesta tendencia  de los jóvenes a confundir música y vicio. Suposición errónea, si atendemos a la  generalización de la corrupción en otras capas de la sociedad. La cultura del  rendimiento forzoso se parece mucho al uso de estímulos artificiales. Lo que se  teme de los jóvenes no es tanto la formación de malos hábitos, más propios de  los adultos, sino la capacidad de concebir algún valor que no se reduzca a  mercancía. La educación musical no solamente influye en el sentido de las  proporciones, como decían los antiguos griegos, sino que nos convierte en  testigos y artífices de vínculos que ningún programa político recoge. Sin buenas  canciones los especuladores triunfan, pero los deportistas no saben qué entonar  en sus celebraciones. Los humoristas se ponen pesados, las artes y las letras se  quedan sin un aliado imprescindible. Los políticos imponen su visión restringida  de lenguas y naciones, la sociedad entera sufre una carencia de aire fresco, de  ganas de inventarse.
¿Se imaginan un país en el que se pusiera de moda renunciar a  toda forma de beneficio poco honesto, donde el machismo no se cobrase una sola  víctima, donde las diversas comunidades y lenguas se exigiesen unas a otras lo  mejor de sí mismas, en vez de replegarse sobre un sacrosanto simulacro de  identidad? Ese país sólo existe en las canciones. En las canciones que todavía  no existen. Pero es el único que reconozco como propio.
 
 
 Santiago Auserón (Zaragoza, 1954) es cantante y escritor  de canciones.